La vi entrar en el restaurante y
pensé que era ella: su mismo cuerpo, igual cara, idéntica esbeltez. Pero tras
observarla detenidamente durante más de una hora y a corta distancia, tuve que
desechar la idea. No era ella, pero por el parecido físico y la edad, más de
cuarenta, o frisando en unos cincuenta increíblemente llevados, me consolé
pensando que podría ser su gemela. En cualquier caso, me enamoré de ella como
lo hice de su hermana hace ya años, en silencio, que es la mejor forma de
enamorarse: con discreción y sin la posibilidad de la decepción del desamor.
Aunque verla abandonar el local me provocó una punzante melancolía que tuve que
diluir en mi copa, pero eso ya es un clásico, nada irreparable.
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