Confesaré que una vez entré en un
gimnasio, aunque en realidad no pasé de la recepción, lo que si bien no me
exime de culpa en mi lamentable proceder si al menos atenúa un poco el castigo
que merezco. Andaba con algo de sobrepeso y creí que era mejor un gimnasio que
ponerse a practicar un deporte de equipo para el que tampoco tenía compañeros,
así que me dispuse a entrar en uno de esos templos de la estulticia a los que
casi todo el mundo se apunta-matrícula gratis-pero casi nadie va. Fue imposible: ya en la
recepción el olor a humanidad sudada era insoportable, mientras por allí
merodeaban tipos cebados como pavos en Navidad y con muchos tatuajes que
hablaban como solo los quinquis saben hacer. La recepcionista, una choni con
pinta de adicta a Tele5, me preguntó qué quería. Adelgazar, le dije, pero veo
que aquí todos están a punto de reventar. Salí con paso veloz buscando el
reparador aire putrefacto de la contaminación automovilística.
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