viernes, 23 de septiembre de 2016

Tattoo you


Pese a no lucir ninguno, pues no daba el perfil, siempre fui un amante de los tatuajes, y lo fui hasta que estas pequeñas obras de arte fueron pasto de marujas, niñatos y necios con ganas de figurar. Recuerdo que antaño eran tipos de mal vivir, o al menos de vida azarosa, los que se marcaban la piel de por vida con más o menos arte: presidiarios, legionarios, marineros, rockeros…Era fascinante, por ejemplo, ver aquel grupo de legionarios en cuartel donde me tocó hacer la mili. Verlos en tareas de captación de voluntarios con sus brazos y pecho tatuados. O los marineros extranjeros cuyos barcos atracaban en el puerto.

Un día aciago, el arte en cuestión comenzó a popularizarse con efectos devastadores, y ya daba igual que el tatuaje cubriese la piel de una adolescente de buena figura que una maruja con obscenos michelines, que lo luciese un imberbe de tribu urbana que un empleado de banca, o multimillonarios futbolistas, todo valía y todo se admiraba y aplaudía, así que el efecto dominó era inevitable. Proliferaron los estudios de tatuajes contraviniendo las leyes más elementales de la oferta y la demanda, lo que provocaba su cierre a los cuatro días, pero la epidemia ya era imparable. Hoy, el tatuaje es algo vulgar, espantoso y popular. Y es casi indeleble. Por lo que ahí queda su impúdica exhibición.

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