Pese a no lucir ninguno, pues no
daba el perfil, siempre fui un amante de los tatuajes, y lo fui hasta que estas
pequeñas obras de arte fueron pasto de marujas, niñatos y necios con ganas de
figurar. Recuerdo que antaño eran tipos de mal vivir, o al menos de vida
azarosa, los que se marcaban la piel de por vida con más o menos arte:
presidiarios, legionarios, marineros, rockeros…Era fascinante, por ejemplo, ver
aquel grupo de legionarios en cuartel donde me tocó hacer la mili. Verlos en
tareas de captación de voluntarios con sus brazos y pecho tatuados. O los
marineros extranjeros cuyos barcos atracaban en el puerto.
Un día aciago, el arte en
cuestión comenzó a popularizarse con efectos devastadores, y ya daba igual que el tatuaje cubriese la piel de una adolescente de buena figura que una maruja con obscenos
michelines, que lo luciese un imberbe de tribu urbana que un empleado de banca, o
multimillonarios futbolistas, todo valía y todo se admiraba y aplaudía, así que
el efecto dominó era inevitable. Proliferaron los estudios de tatuajes
contraviniendo las leyes más elementales de la oferta y la demanda, lo que
provocaba su cierre a los cuatro días, pero la epidemia ya era imparable. Hoy,
el tatuaje es algo vulgar, espantoso y popular. Y es casi indeleble. Por lo que
ahí queda su impúdica exhibición.
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